Cuentan que tiempo ha vivía en el paraje nombrado como La Gotera un enorme cuélebre que con su voluminosa barriga retenía las aguas del río Bernesga. Aquella mala bestia cada día se devoraba una oveja que los vecinos de La Vid por turno debían entregarle como tributo bajo la amenaza de que si no lo hacían se desperezaría y dejaría que las aguas empantanadas se despeñaran hasta arrasar el pueblo. Aquel maldito monstruo monocarnívoro sólo admitía un cambio en su dieta: la oveja podía ser sustituida por una doncella.
Tocó el turno a una familia muy humilde recién llegada al pueblo que al no contar con ganado se veía forzada a entregar a su hija. Completamente desolados, sin saber qué hacer, la joven se encomendó a San Lorenzo, santo paciente hasta el humor más negro pero que la leyenda sitúa guerreando en Tánger. Inescrutables son los designios de Dios por eso nunca sabremos cómo el venerable diácono dejó sus ornamentos para enfundarse la armadura y en vez de mostrar el santo Grial se decidió a empuñar lanza y espada.
Se presentó solícito el santo acompañado de sus dos hermanos pequeños, San Vicente y San Pelayo. Inmediatamente se pusieron manos a la masa: tomaron tierra carbonosa tan abundante en la comarca de los Argüellos a la que añadieron un toque de cobre de Cármenes y acabaron aliñando el engrudo con unto de engrasar carros. Una vez bien amasado todo elaboraron una torta que ofrecieron engañosamente al cuélebre. No se sabe si debido a la oscuridad de la noche, las artimañas de los santos o el hambre que padecía el bicho pero lo cierto es que la fiera engulló el empastre. Provocóle tal indigestión que hasta perdió el conocimiento, situación que aprovechó San Lorenzo para herirlo de muerte con su lanza.
Llama la atención que siendo éste un hecho tan prodigioso digno de reseñar no quedara indeleble en la memoria de los presentes y así lo transmitieran como una sola voz. Pero no es así. Los escribanos no coinciden a la hora de narrar cómo sucedieron los acontecimientos. Contra la versión anterior hay quien relata la crónica del milagro de manera más razonable: sabedor el autor que San Lorenzo era pacífico y no guerrero, experto en asadores pero no en armas guerreras atribuye la muerte del depredador exclusivamente a los efectos de la empanada. Y el abad D. Pedro de Zúñiga (S. XVI) se hace eco de un tercer relato: llegado el Santo que por experiencia propia conocía muy bien el mundo de las parrillas lo primero que hizo fue montar una fragua. Templó unas barras de hierro ardiendo, las ocultó en unos fejes de lino rellenos de tocino y (¡oh milagro!) consiguió que la serpiente se lo tragara. Como era de esperar la alimaña reventó entre aullidos espantosos. Tan estruendosos fueron sus alaridos que presos del pánico fallecieron repentinamente los jóvenes Vicente y Pelayo.
Triste y solo San Lorenzo decidió tornar al Norte de África. Se puso en camino y hete aquí que en su andadura topó con una mula que cargaba con un gran bloque de alabastro. Nada se sabe de su dueño pero sí sabemos lo que al hombre de Dios se le ocurrió. Cogió del ronzal a la acémila y enfilaron a la Peña Gotera. Nadie puede poner en duda estos hechos ya que aún hoy en día se pueden ver las marcas que los cascos del animal, oprimido por la carga, dejaron sobre las rocas.
Llegados a la cima el santo construyó con el alabastro un sepulcro para sus hermanos y aprovechando como armazón las costillas del cuélebre, que por lo visto habían aguantado la explosión de su vientre, levantó una ermita en su honor. Hay gentes malintencionadas que dicen que los hermanos de San Lorenzo vagaron durante un tiempo como almas en pena por estos parajes llorando su desventura. Las aguas de la Fuente de las Virtudes que brota al pie del sendero de subida a la ermita no son ni más ni menos que las lágrimas de San Vicente y San Pelayo. Por eso son milagrosas, pero sólo si son recogidas por el cura que tras bendecirlas las administra después de la misa de la Festividad de San Lorenzo (10 de agosto). Entre otras virtudes si se toma con mucha fe tiene el don de procurar casamiento a las mocinas muy deseosas.
En Getino se cuenta la historia de otra manera. En el hermoso faedo que vigila la Peña Grande habitaba en tiempos antiguos un enorme culebro que con sus silbidos atemorizaba a pastores y animales. Era un tanto vagabundo porque tan pronto se arrastraba por las praderas del Llano, como se le podía oír entre los matorrales de Las Lamargas. Era tal el miedo que le metía en el cuerpo a todo ser viviente que nadie osaba andar por aquellos parajes y menos aún pastorear los rebaños o la vecera. Allá por el mes de junio comenzaron a llegar los rebaños trashumantes de merinas. Uno de ellos se asentó en Sancenas. Conoció el pastor más joven que frecuentaba la cantina del pueblo la preocupación de los vecinos que llevaban ya un año sin poder pastar los prados. Hombre de buen corazón se ofreció a librarles de aquella pesadilla. Por la mañana al subir con su rebaño al monte comenzó a darle al bicho una botella de leche. Al poco el monstruo entraba en una larga somnolencia que le duraba todo el día. Todo fue bien hasta que llegado el otoño el pastor extremeño regresó a su tierra para pasar el invierno. Al llegar la primavera el cuélebre despertó de su letargo. Pero el pastor que se había ido a servir al rey. no apareció cuando volvieron los meriteros. De nuevo el miedo paralizó el valle. Pasaron los calores del verano, llegaron las lluvias del otoño y las nieves del invierno, hicieron la matanza y celebraron los filandones. Y ¡ay! se presentó la temida primavera. El monstruo desperezado volvió a las suyas. El calendario siguió pasando hasta que de nuevo se volvieron a oír los esquilones de las merinas. Pero aquel año sí vino el pastor encantador de culebros.
-No sufráis buenas gentes: yo volveré a calmar la fiera- les tranquilizó el zagal.
Como era su costumbre enfiló la cuesta con su rebaño tocando con el caramillo su canción favorita, canción que también encantaba a la bestia. Pronto apareció al pie del camino. Sólo entonces el pastorcillo se dio cuenta que se había dejado en la corte la botella para la leche. Entró en cólera el cuélebre y de una sola dentellada lo destrozó y se lo engulló. Afortunadamente sólo aquel verano duró la pesadilla pues una gran tormenta descargó agua y más agua sobre aquellas tierras. Un gran torrente se desbocó por la montaña abajo y arrastró al temido monstruo. Dicen que lo vieron bajar por Los Cangos dando tumbos y entre grandes alaridos hasta estrellarse contra las peñas de La Cardosa.
En un códice misterioso guardado en los arcones de San Pedro de Montes se contaba la historia de otra manera. Se decía en aquellos legajos que habitaba el cuélebre en una cueva del castro de La Rupiana. Era tan enorme la serpiente que cuando ya tenía la cabeza cerca de la ermita de la Santa Cruz aún gran parte de su cola permanecía en la gruta. Se alimentaba de humanos y ganados. Todo fue así hasta que llegó a aquellos parajes San Fructuoso. Dicen que adormeció al monstruo con una empanada de harina de castaña amasada con jugo de tejo y apio. Nada más tragarla el maldito animal se durmió profundamente. Tomó el santo una viga de castaño afilada y requemada en la punta y se la clavó en un ojo. La serpiente lanzaba silbidos tan potentes que fueron oídos hasta en Compludo. No cejó en sus embates el santo eremita hasta abrasarle el cerebro. Para ser un santo menudas se las gastaba el monje Fructuoso.
Tenga la razón quien fuere, sea uno o sean tres los cuélebres está visto que esta tierra nunca anduvo escasa de cuitas ni falta de temores. Pero siempre tuvo un consuelo: “No hay mal que cien años dure (siglo arriba, siglo abajo).