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QUO VADIS? (¿HACIA DÓNDE VAMOS?)

septiembre de 2016

La vergonzosa situación de los refugiados en las fronteras europeas, la genocida actuación de los paraísos fiscales que engendran infiernos humanos, el saqueo de la riqueza natural del planeta a base del neocolonialismo financiero y un loco instinto depredador, la tiranía del poder de  los medios y las leyes del mercado, diseñan los parámetros  del nuevo capitalismo que cubre su cuerpo de lobo con una liviana piel de oveja  (cada vez más esquilada) llamada estado del bienestar.

En estos tiempos que nos toca vivir (para la mayoría de la humanidad sobrevivir), se está experimentando una peligrosa mutación genética en nuestra especie. El crecimiento de nuestro cerebro nos permitió crear el arte y la magia (¡viva Altamira!), fundar las religiones para compaginar el miedo a morir con el hecho palmario de que nos morimos, saber que hay un mañana que necesitará el pan de cada día, descubrir que la conservación de la especie debía acompasarse con la dignidad de cada individuo, inventar la agricultura para permitir a la madre tierra ser más fecunda…

El punto de gravitación del homo sapiens era las necesidades personales y las exigencias del grupo (clan, poblado…) como garantía vital. La conciencia colectiva e intergeneracional era básica en su sistema de vida. Los roles dentro del grupo no se regían por los cánones de género o dominio sino por el aprovechamiento de las características y cualidades de cada individuo: el varón que acostumbraba a ser más fuerte se dedicaba a la caza, la mujer que tenía que amamantar se quedaba en la cueva o choza responsabilizándose a la vez de una tarea nada despreciable como era conservar el fuego. Los ancianos aportaban su experiencia , sabiduría y maña  para la fabricación de utensilios. Todos eran dignos de atención por lo que eran, habían sido o serían en el día de mañana. Los enfermos y ancianos no eran abandonados e incluso los muertos eran venerados y respetados. Los proyectos vitales de aquellos primeros seres humanos, enmarcados en la pura supervivencia, apenas contaban con el placer (simples satisfacciones primarias) y mantenían permanentemente embridado el deseo por exigencias del guión.

Las mejoras de las condiciones de vida de algunos grupos que producían más de lo estrictamente necesario comenzó a despertar los gérmenes del dominio: el liderazgo (social o religioso) o la supremacía de género (patriarcado y machismo). Comenzaron unos a vivir de los otros o al menos por encima de los otros inculcando las teorías de los trabajos nobles o de los necesarios privilegios de los líderes y chamanes por sus responsabilidades ante la comunidad. Y para dar más solidez a la cohesión (o más bien control) social se entrelazaron los poderes políticos y religiosos: los mensajeros o intérpretes divinos formaban parte del estamento dominante y el poder se basaba en la “gracia de Dios”.

Sobre este esquema básico nacieron las primeras culturas que progresivamente fueron creando y desarrollando una mentalidad urbanita. Los grandes terratenientes no dirigían sus explotaciones a pie de surco sino que se beneficiaban de ellas a distancia utilizando intermediarios. Los artesanos que completaban sus recursos agrícolas con los beneficios de fabricar herramientas y objetos de la vida cotidiana rural, emigraron a las ciudades donde obtenían más ingresos produciendo artículos de lujo y de capricho para las gentesac0omodadas.  Además como Mahoma no iba a la montaña, la montaña vino a Mahoma: los mercados semanales traían a los payeses a la ciudad donde se suministraban de lo necesario. El mundo digno y deseable estaba dentro de las urbes. El agro y la naturaleza, de inferior categoría, estaban al servicio de los burgueses: manantial de impuestos, despensa alimentaria, remanente de mano de obra prácticamente esclavizada, reserva cinegética y área de descanso.

Los humanos privilegiados ampliaron los márgenes del deseo mucho más allá del horizonte de lo elemental y comenzaron a sentirse desgraciados si tan sólo  cubrían sus necesidades básicas. Así pasaron del pan de cada día al banquete y las orgías , del utensilio al complemento, de la colaboración al dominio. El objetivo ya no era ser sino tener. La capacidad de previsión se transformó en avaricia y envidia cainita. Y como ocurre en mar abierto cuanto más te adentras, más allá se perfila el horizonte y nunca llegas. Por eso filósofos griegos y orientales advirtieron desde la antigüedad que era preciso reducir y dominar los deseos para poder sintonizar la amplitud de onda de la felicidad. Diógenes así se lo expresó a Alejandro Magno: si quieres hacerme feliz apártate un poco porque tu sombra me está privando del sol”. Siglos más tarde Jesús de Nazaret predicó: “es más fácil que un camello pase por el ojo de una aguja…”

Pero la humanidad (quiero decir la flor y nata de esta especie de homínidos) siguió por los derroteros del llamado progreso: el enriquecimiento de los unos sobre la explotación de la mayoría, los privilegios de los unos (príncipes, santones y sabios) frente a la miseria del común de los mortales. Se introdujo la moneda de cambio (el dinero), se descubrieron nuevas tierras de esclavitud, se pusieron en marcha las transacciones comerciales y la colonización, se inventó la máquina y el proletariado. El monstruo había crecido tanto que sólo un nuevo pienso podía mantenerlo vivo: el capitalismo como dieta única de mantenimiento. Al grito de ¡quien paga manda! los hombres de negro imponen su ley (la del mercado) sobre las gentes del mono y la cofia sin importarles que sus zapatos de charol sean más aplastantes que los cascos del caballo de Atila.

Pero todo esto no sería posible si el pueblo, la gente de a pie no aceptara que esto es el camino del progreso, si no entendiera que para ser feliz necesitas contar con miles de artilugios, hacer ostentación de toda una serie de ritos y tics de obligado cumplimiento, participar en las parafernalias de última generación , marcar moda y tendencia, dar la imagen (no es cuestión de ser sino de parecer)…La felicidad se centra y pivota en el consumo y el único sacramento de la nueva religión es el “usar y tirar”. Hemos dejado de ser ciudadanos para convertirnos en  consumidores. Metidos en esta vorágine consumista somos presas fáciles de control  y dominio: hay que pagar las letras (cosa sagrada que no admite profanación) y para poder cumplir este mandamiento que resume el decálogo capitalista hay que trabajar a diestro y siniestro, sin reparar en condiciones y sin poner reparos que puedan poner en riesgo la continuidad en el trabajo o el acceso al mismo.

Cuando Sarkozy opinaba que hay que refundar el capitalismo nos estaba diciendo una verdad mentirosa. Ya no hay un capital que representa y avala las cosas y las empresas. Los bienes no valen lo que son, valen lo que cotizan: es el juego de la bolsa, el mercado del petróleo, los ratings de las empresas de calificación…Nuestro sueldo no son euros contantes y sonantes, sino un fantasma que circula por los circuitos bancarios. Nuestros ahorros no son depósitos reales como demuestran los “corralitos”, la quiebra bancaria o las hipotecas basura. Hemos llegado muy lejos (no sé si aún hay posibilidad de retorno) en el despropósito de nuestra racionalidad.

Adoradores de nuestros artilugios y máquinas comenzamos ya a ser víctimas de su poderío: adición al móvil, vulnerabilidad de nuestra intimidad, impotencia ante el bombardeo mediático y publicitario…Caminamos hacia la robotización que concede mucho poder a unos pocos y deja en el desamparo a la ciudadanía. Cada vez menos nuestro destino está en nuestras manos y la voluntad colectiva (democracia) es respetada en un juego limpio. Las leyes del mercado nos están conduciendo a un esclavismo 2.0 de nuevo cuño. “Hacienda somos todos” es un mero spot  publicitario, la solidaridad es unidireccional (la reclamo cuando me toca recibir, reniego de ella si me corresponde dar), los sondeos electorales  modelan y modulan los programas, la corrupción carcome la vida pública… Los muertos merecen honor y respeto pero se puede humillar, ningunear y abandonar en su debilidad a los vivos. Es compatible vender patriotismo y practicar la evasión fiscal, predicar la caridad y gozar de los paraísos fiscales.

¿Y qué decir de nuestra casa común, el planeta Tierra? Nuestra prepotencia nos ha hecho olvidar que formamos parte de un ecosistema y que sólo en ese circuito vital podremos sobrevivir. Nuestros despropósitos  están acabando con los casquetes polares condenando a la desaparición a parte del territorio humano. Estamos generando un cambio climático que provoca la desertización progresiva y que desencadena torrenciales lluvias y sequías extremas de larga duración. La masa forestal cada vez más reducida es incapaz de reciclar tanto CO2 y la contaminación urbana está provocando enfermedades y acortamientos en la esperanza de vida. Esto no ocupa ni preocupa a los poderosos porque ellos siempre podrán disponer de una isla en el Egeo, la Polinesia o el vasto Océano Pacífico. Y cuando este planeta sea inhabitable podrán pasearse por los espacios siderales en sus naves espaciales o habitar en algún planeta hermano donde, con nuestros impuestos y trabajos, hayan recreado un hábitat para su exclusivo disfrute. Aquí dejarán abandonada a su suerte a una humanidad castigada por la enfermedad, las malformaciones, la desesperanza y la desesperación. Suyo es el reino de los cielos.