Hace muchos, muchísimos años, cuando el cielo estaba más cercano a la tierra que ahora, y el embravecido mar cubría infinidad de valles y montañas, vivía en Boñar un poderoso mago o hechicero. Tan alto como el más alto pino de la montaña, llevaba sobre la cabeza un frondoso árbol, de verdes hojas y tupido ramaje. Su barba, de muchísimas varas de largo, era de musgo, lo mismo que las cejas y pestañas. Su vestido era de corteza de encina, y su voz como el rodante trueno, y debajo del brazo llevaba una gaita tan grande como la iglesia de este pueblo.
Las más extraordinarias maravillas llevaba a cabo con el sonido de su gaita. Cuando la tañía dulce y suavemente, todo cuanto podía abarcar con su mirada se cubría de fresca y verde yerba; y si soplaba más fuerte, hasta podía crear cosas vivientes; mas cuando soplaba con furia se levantaba tal tormenta, que las montañas se conmovían en sus cimientos; y el mar, alborotado y furioso, y dando resoplidos como corcel refrenado, se retiraba a lo lejos, dejando anchos espacios de tierra al descubierto.
Una vez fué atacado por fuertes enemigos; pero, en vez de defenderse, se limitó a aplicar la gaita a los labios, y todos sus enemigos se convirtieron en pinos y robles.
Jamás se cansaba de tocar, porque recibía gran placer al percibir el eco de aquellas suaves notas en sus oídos; y aun se deleitaban mucho más sus ojos al ver cómo todo se animaba y cobraba vida en torno suyo. Aparecían innumerables rebaños de ovejas en las montañas y en los valles, y sobre la cabeza de cada una crecía un arbolito, por medio del cual el Mago conocía su propio ganado; y de las piedras esparcidas por allí hizo crear hermosos mastines, y cada uno conocía su voz.
Viendo que los habitantes de los países vecinos no eran tan buenos como fuera de desear, vaciló por mucho tiempo antes de crear seres humanos; mas, por fin, llegó al resultado de que los niños eran buenos y amables, así es que decidió poblar Boñar de niños solamente.
Y comenzó a tocar en su gaita la tonada más dulce que en su vida había sonado; y he aquí que aparecen niños y más niños, en muchedumbre infinita. Ya podéis imaginaros cuán maravilloso y encantador sería Boñar.
Allí no había otra ocupación que jugar; y las inocentes criaturas saltaban y brincaban radiantes de alegría, y eran en extremo felices. Trepaban por las enredaderas y chupaban la dulce miel de sus tallos; y se hartaban de los más codiciosos y dorados frutos de los árboles; dormían en camitas de musgo, y se columpiaban en las ramas de los árboles, y eran, en fin, tan felices como los angelitos de Dios en el cielo durante todo el día. Y aun durante la noche su felicidad se aumentaba, si es que era posible, porque el Mago tañía, para dormirlos, las canciones más suaves, de suerte que les infundía hermosísimos sueños.
Jamás se oyó en Boñar una palabra de enojo, porque aquellos niños eran tan dulces y alegres, que jamás peleaban unos con otros. Ni había tampoco ocasión de envidia ni pesar del bien ajeno, puesto que cada uno era tan feliz como su prójimo, y el Mago tenía muy buen cuidado de que hubiera siempre abundante ganado para alimentar a los niños; con la música había producido yerba en abundancia, para que los rebaños estuvieran siempre bien mantenidos.
Ningún muchacho se lastimó jamás, porque los fieles mastines los cuidaban y conducían a los lugares de más mullido césped, para que jugasen.
Si por descuido algún niño se caía al agua, un perro se encargaba de sacarle; y si algún otro se cansaba, uno de los mastines lo cargaba sobre sus espaldas y le conducía a descansar bajo la fresca sombra de un árbol frondoso.
En una palabra, los niños eran tan felices como los primeros habitantes del Paraíso; y nadie ambicionaba o suspiraba por alguna otra cosa, puesto que ninguno de ellos había visto más reinos o mundos que el suyo, tranquilo y venturoso.
También hay que advertir que ningún poblador de aquella tierra vestía con lujo o con vergonzosa pobreza, ni había suntuosos palacios al lado de miserables chozas; así es que nadie miraba con envidia a su prójimo.
Enfermedades o muertes eran desconocidas en Boñar, porque las criaturas habían venido al mundo tan perfectas como el pollo al salir del cascarón, y ni había necesidad de morir, teniendo como tenían abundante y espaciosa tierra donde habitar.
Nadie sabía allí leer ni escribir, ni tampoco era necesario, puesto que todo les salía a pedir de boca; ni había que tomarse la menor molestia por nada, y no estando expuestos a daño alguno, era inútil todo conocimiento.
Sin embargo, cuando hubieron crecido y se hicieron grandes, comenzaron a cavar pequeñas porciones de tierra y a construir chozas para sí mismos, alfombrándolas de musgo, exclamando con inusitado gozo: «Esto es mío.» Y al decir uno de ellos «Esto es mío», los demás lo dijeron también.
Construyeron varios otras chozas como el primero, pero algunos, más listos u holgazanes, creyeron más fácil cobijarse en las que estaban ya hechas, y entonces, cuando los dueños lloraban o se quejaban, los intrusos conquistadores se reían.
Por lo cual, los que habían sido despojados de sus viviendas trataron de reconquistarlas con sus puños, y comenzó… la primera batalla.
No faltó uno que fue en seguida con el cuento al Mago, quien sopló con furia en la gaita, oyéndose un hórrido trueno que asustó terriblemente a los pequeños guerreros y supieron por vez primera lo que era miedo, y después se llenaron de ira contra el chismoso o correveidile que había ido con el cuento al Mago.
Y así comenzó la lucha y la división en el hermoso y pacífico reino del buen Mago.
Y se llenó de honda pesadumbre su pecho al ver que los pequeñuelos de Boñar se conducían del mismo modo que las gentes grandes de otros países, y pensó cómo atajar y remediar aquel mal.
¿Soplaría con furia la gaita y los barrería al mar y haría aparecer otra nueva gente? Pero los nuevos pobladores serían bien pronto tan malos como los primeros, y además amaba con honda ternura sus pequeñuelos.
Pensó más tarde destruir todo lo que fuera motivo de pendencia; pero entonces todo se tornaría seco y estéril, siendo así que la causa de la lucha había sido un puñado de tierra y un poquito de musgo, y, en realidad, porque algunos niños eran industriosos y diligentes, y otros holgazanes. Determinó entonces regalarles algunas cosas, y dio a cada uno ovejas y perros, y un jardín para su uso particular. Pero esto sólo sirvió para aumentar la discordia.
Varios plantaron y cultivaron sus jardines, mas otros los dejaron abandonados; y viendo que los jardines de los diligentes estaban hermosísimos y que sus rebaños tenían sabroso pasto y daban leche en abundancia, la envidia y la rabia subió de punto. Los holgazanes formaron una liga contra los diligentes, les atacaron y arrebataron muchos de sus jardines.
Retiráronse al principio los buenos trabajadores a otros lugares más frescos, que se transformaron también en bellos jardines debido al sudor de su rostro y al trabajo de sus manos; pero después, cansados de la insolencia de los holgazanes, resistieron valientemente, y durante la refriega algunos perdieron la vida.
Al ver la muerte por vez primera les sobrecogió terrible pavor y tristeza, y juraron tener paz unos con otros para siempre.
Mas todo en vano; no pudieron permanecer tranquilos mucho tiempo; y como no les era permitido por el juramento darse muerte, comenzaron a robarse sus propiedades y utensilios con fiera alevosía… y las cosas iban de mal en peor.
Viendo lo cual, se apoderó tal tristeza del corazón del Mago, que de sus ojos brotaron ríos de lágrimas, ríos que, atravesando el valle, iban a perderse en el mar; y sin embargo, los malvados niños jamás consideraron que éstos estaban formados por las lágrimas que su bondadoso padre derramaba por ellos, y continuaron en sus pendencias, robos y asesinatos.
Por lo cual, el buen Mago lloraba más y más, hasta formarse impetuosos torrentes y cataratas que devastaban las tierras, formando un vastísimo lago, en el que perecieron ahogadas innumerables criaturas.
Entonces cesó de llorar e hizo soplar un viento suave que secó la tierra anegada. ¡Pero qué espectáculo tan triste! Toda la verdura se había desvanecido, y las casas y los jardines yacían derribados debajo de montones de piedra; y los ganados, por falta de pasto, no daban leche. Entonces los despiadados niños cortaron los pescuezos de las ovejas con piedras afiladas, para ver dónde se ocultaba la leche; pero en lugar de leche corrió roja sangre, y al beberla se hicieron más fieros que nunca. Jamás se saciaban de ella.
Así, que mataron muchísimas otras ovejas, y robaban las de sus hermanos, y bebieron sangre y comieron carne.
Entonces dijo el Mago: «Es necesario crear más animales, de lo contrario pronto no quedará ninguno en la tierra.» Y sopló otra vez en su gaita. Y he aquí que al instante aparecen toros salvajes y caballos alados de largas y escamosas colas y elefantes y serpientes. Y los niños comenzaron entonces a pelear con las bestias salvajes y crecieron altos y robustos. Algunas de las bestias se dejaron amansar; pero otras perseguían a los niños y mataron a muchos, y como ya no vivían en paz ni seguridad aparecieron pestes y enfermedades; de suerte que bien pronto llegaron a ser como los habitantes de los demás países; y el Mago estaba cada vez más triste y melancólico, desde que todo lo que había creado para bienestar y felicidad de sus hijos se convertía en mal irremediable. Sus criaturas ni lo amaban ya ni se fiaban de él; y en lugar de atribuirse a sí mismos la causa de todas aquellas terribles calamidades, la echaban la culpa al mismo bondadoso padre, diciendo que su creador les enviaba aquellos desastres por vía de entretenimiento.
Y ni siquiera escuchaban ya el dulce son de la gaita que tanto había deleitado sus oídos en los primeros días, y por cierto que el gigante no se cuidaba ya de tañerla.
Abrumado de tristeza yacía dormido por largas horas bajo las sombras de sus cejas, que habían crecido muy largas, cubriéndole el rostro. Mas a veces despertaba, y aplicando la gaita a sus labios soplaba con tal energía y furor que se levantó una temerosa tempestad, haciendo chocar unos árboles con otros, y al poco tiempo todo el bosque ardía en llamas. Entonces se levantó con el árbol que crecía en su cabeza, y tocando las nubes, rasgó su seno y descendió copiosa lluvia que en breves instantes apagó el fuego.
Entretanto los seres humanos sólo tenían un pensamiento: cómo hacer callar aquella odiosa gaita para siempre. Así es que se armaron de lanzas, espadas, hondas y piedras, y se apercibieron para dar la batalla al gigante; mas éste, al verles, soltó tan tremenda carcajada, que hubo un temblor de tierra, tragándose a muchos de ellos con sus chozas y ganado.
Entonces enviaron otro ejército provisto de resinosas teas de pino para quemar su barba; pero él no hizo más que estornudar y se apagaron al instante las antorchas, derribando por tierra a todos sus enemigos. Un tercer ejército trató de amarrarle mientras dormía; pero con estirar sólo sus miembros, rompiéronse al instante sus ligaduras, reduciendo a átomos a todos los que le rodeaban.
También enviaron contra él todas las bestias y animales feroces; mas apenas él lanzó un ligero soplo al viento, cuando comenzaron a caer abundantísimos copos de nieve que lo fue cubriendo todo y sepultó profundamente a los animales, esparciendo una espesa capa de hielo sobre ellos, de suerte que, aunque ya no se ven sobre la tierra aquellas feroces bestias, aun yacen con piel y carne allá, heladas, ateridas, pero sin haber cambiado de forma.
Trataron, por fin, de robarle la gaita mientras el gigante yacía dormido; pero la tenía debajo de la cabeza, y era tan pesada, que ni los hombres ni las bestias juntos eran capaces de moverla. Mas abrieron astutamente un agujero en el fuelle, y ¡oh terror!, se levantó tal tormenta, que nadie podía distinguir la tierra, el mar o el firmamento por la espesa negrura que todo lo envolvía, pereciendo en aquel cataclismo casi todo lo que alentaba sobre el Universo.
Pero el gigante ya no despertó jamás, y allí yace todavía durmiendo con la gaita debajo de la cabeza, sonando a veces, cuando los vientos soplan de este lado de los Pirineos.
¡Si alguno pudiera poner un parche en el fuelle de aquella encantada gaita, Boñar volvería a ser otra vez del dominio de los niños!
Existe otra versión de la leyenda, idéntica en el relato, pero divergente en cuanto al escenario de los acontecimientos. En vez de la Villa de Boñar, el lugar de los hechos es la ribera del Curueño.
(Cuento basado en «El Reino de los niños», de David Rubio de la Calzada).