Al norte de la provincia de León, entre la Pola de Gordón y Vegacervera se encuentra el Faedo (así se llamaba al hayedo en la antigua lengua del reino de León). Este lugar encantado está habitado por multitud de duendes, gnomos, hadas, ninfas y alguna que otra bruja (haylas buenas, pero también maléficas). Si os adentráis en estos maravillosos y misteriosos bosques podréis descubrir esos seres fantásticos saltando por las ramas de las hayas, escondidos en los resquicios y grietas de los troncos, ocultos bajo los raigones, amagadines entre la hojarasca o jugueteando en las aguas saltarinas de los arroyos …
Cuentan los más viejos del lugar haber oído contar en el filandón de su niñez que allí había morado la bruja Haeda. Había sido muchos, muchísimos años atrás, cuando los hombres aún vivían al aire libre y en los largos y duros meses del invierno se refugiaban en las cuevas de la montaña. Como todas las brujas tenía poderes sobrenaturales que, parece ser, el mismísimo diablo le había otorgado, pero advirtiéndole:
-Debes usarlos para hacer el mal, pues si con ellos haces el bien, te consumirás y en tres días desaparecerás.
Ninguna objeción puso la bruja Haeda y sin perder el tiempo se dispuso a hacer todo el mal que pudiera.
En un pequeño poblado de tiendas localizado entre La Vid y Santa Lucía, vivía una humilde familia que tenía nueve hijos. Para poder alimentarlos María y Miguel trabajaban duramente la tierra: sembraban centeno, patatas… y cultivaban un pequeño huerto de fréjoles y berzas. Pero al llegar el invierno las cosas se les complicaban: bajo las pieles de la tienda hacía mucho frío durante la noche, así que a la puesta del sol ascendían hasta la cueva de los Infantes para poder soportar los rigores de la invernía. Un mal día comenzó a nevar y nevar, y la ventisca barría sin piedad la ladera de la montaña. Miguel y María cogieron a sus nueve hijos y abrigados cuanto pudieron se pusieron en camino hacia la cueva. El sendero estaba helado por lo que los niños resbalaban y caían una y otra vez. Por más que sus padres los sujetaban y empujaban no había manera de avanzar.
La bruja Haeda sentada en un altozano a la altura de Berciegos observaba los esfuerzos inútiles de aquellos padres. Sintió un escozor extraño en su pecho y una tentación de extrema ternura le llegó hasta el corazón. Superando su maldad adquirida, decidió usar sus poderes mágicos: arrancó un gran peñasco y le prendió fuego. La inmensa roca ardió hasta ponerse roja y chispeante. María y Miguel acurrucaron a sus pequeños alrededor de aquella gigantesca hoguera que permaneció encendida toda la noche.
Al despertarse a la mañana siguiente no podían dar fe ni explicación de lo que sus ojos veían: un gran montón de cenizas sobre la nieve. Ninguno recordaba nada de lo que había ocurrido aquella noche.
Siguió el temporal de nieve, la niebla invadió las cumbres y el frío se hizo insoportable. La bruja Haeda, debilitada en sus malas artes, pensó que tal vez por “cometer” otra buena acción no le pasaría nada y mantendría sus poderes . Así que volvió a repetir su benéfico sortilegio con similar resultado. Como en la mañana anterior la familia se volvió a encontrar con aquel misterioso montón de ceniza, pero en esta ocasión se les ocurrió escarbar entre la cernada. Cuál fue su sorpresa al comprobar que aún se conservaba un buen rescoldo que aprovecharon para asar unas patatas.
Haeda montada en su escoba descendió hasta el valle. Había salido el sol y la nieve se derretía. Le apetecía darse un paseo valle abajo siguiendo el arroyo. Al llegar frente a un remanso se detuvo. Se acercó a la orilla y se miró en el espejo de las aguas cristalinas. Se vio envejecida y cansada, pero sacando fuerzas de flaqueza, decidió seguir con su tarea de bruja buena aunque le costara la vida. Juntando todas las energías que aún le quedaban logró arrancar las rocas de todas las montañas de alrededor hasta hacer una gran lumbre en el valle.
Enteradas otras tribus que habitaban en la comarca, se trasladaron allí y sobre las cenizas de la gran hoguera fundaron el pueblo de Ciñera. El carbón que se encuentra en las entrañas de aquellas montañas no es otra cosa que los restos carbonizados de las rocas incendiadas. Desde entonces nunca más los niños pasaron frío por las noches.
Dicen que Haeda se retiró al Faedo donde murió, no se sabe si por razones de edad o en cumplimiento de las amenazas diabólicas. Testifican su paso por el bosque los mechones de pelo blanco que dejó entre las hayas.
Redacción de Jacinto Prada.