Aunque tiempo atrás las gentes de estas tierras, quién más quién menos, todos pasaban sus estrecheces, siempre fueron solidarias con aquellos desvalidos que por sus limitaciones físicas o sus enfermedades crónicas vivían en la miseria, clasificados como “pobres de solemnidad”.
Estos pobres iban de pueblo en pueblo con su saco a la espalda y provistos de un cayado para espantar a los perros. Al llegar a la puerta de una casa la golpeaban con la cachaba y decían:
-Ave María Purísima.
-Sin pecado concebida –le respondían desde dentro.
-Por amor de Dios, una limosna para un pobre, que Dios se lo pagará –continuaba el mendigo.
Normalmente en todas las casas les daban algo (pan o patatas, raramente dinero que andaba muy escaso). El pobre se despedía agradecido con la jaculatoria de “Dios se lo pague”. Si en la casa no estaban para limosnas, sin salir, lo despachaban con el temido “Dios le ampare” que era acogido con algún que otro reburdio por parte del mendicante.
Una vez acabado el recorrido se dirigía a otro pueblo. Si estando en Barrillos se le echaba la noche encima, se iba a casa del Presidente para que le indicara en qué casa podía dormir. El Presidente le entregaba “el palo de los pobres” que servía de contraseña al vecino de turno a quien le tocaba acogerlo aquella noche.
El palo de los pobres era una tablilla de madera de chopo de unos cuarenta centímetros de larga, por quince de ancha y tres o cuatro de gruesa. En uno de sus extremos tenía una forma redondeada con un agujero en medio para poder pasar una cuerda. Cuando estaba fuera de servicio se encontraba siempre colgada en un poste del portal del Presidente.
La obligación de la familia acogedora era prepararle la cena y proporcionarle un espacio para dormir. Así pues tenían que migarle unas sopas de ajo con el pan que él mismo traía, sazonárselas y ponérselas a la mesa, habitualmente antes de que cenara la familia.. Pero si el pobre tenía buena pinta y los dueños de la casa eran muy buena gente, podía ser invitado a la cena familiar.
En tiempo de verano solían dormir en el portal, en invierno se les dejaba ir al pajar para que estuvieran a cobijo. Al día siguiente, después de almorzar unas sopas de ajo, devolvían el palo al Presidente y continuaban su ruta. Si al medio día aún se encontraban en el pueblo, el mismo vecino que le había acogido por la noche le sacaba al portal una escudilla de garbanzos y sopa de pan, acompañada de un trozo de tocino y otro de morcilla.
Había algunos tipos especiales de pobres. Uno de ellos era el de los “impedidos”. Venían acompañados de alguien de la familia que portaba un certificado de inutilidad expedido por un médico con el visto bueno del Alcalde del Ayuntamiento de origen. Estos pobres llegaban aquí en un carro o en una caballería de algún vecino de un pueblo limítrofe. Este lo llevaba a casa del Presidente y con esto terminaban sus responsabilidades.
A quien le correspondiera el palo había de recibir al pobre y su acompañante. Según la época del año, se quedaban en el portal o pasaban a la cocina. Un miembro de la familia acogedora y el acompañante del pobre impedido hacían la colecta por las casas. Terminada la ronda petitoria, en carro o en caballería conducían el enfermo y su acompañante al pueblo próximo con el mismo protocolo con el que lo habían recibido. Si habían de pernoctar, la familia de acogida debía ceder el fogón para que el acompañante preparara la cena.
Capítulo aparte merecen los ciegos. Solían venir a lomo de caballería. Cuentan que los que por aquí pasaban eran alegres, dicharacheros, siempre cargados con su inseparable instrumento musical. Era el tío Pablo de Vegaquemada, el tío Pedro de Villacorta, el tío Emiliano de Lugán…
El tío Pablo, si caía por el pueblo en domingo, iba a misa y acompañado de su acordeón entonaba en la consagración aquella popular canción que decía: “Bendito, bendito, bendito sea Dios; los ángeles cantan y alaban a Dios”. Entre su ceguera, el ruido (más que música) de su instrumento y la concentración artística que tenía, no se enteraba de cuándo debía parar. Así que había que darle unos toquecitos en la espalda para que suspendiera el concierto.
El tío Pedro no cantaba pero tocaba una especie de organillo alimentado por una manivela que a los guajes de la época les parecía el torno del tío Tamasón, pero con un no sé qué de brujería.
El tío Emiliano era el más vivo. Golpeaba la puerta de las casas y si le respondían a la consigna descolgaba el acordeón y rompía a cantar:
Un plato de garbanzos.
que Dios se lo pagará,
un platico de garbanzos
para el ciego de Lugán.
Si la copla había servido para algo, el bueno del tío Emiliano lo agradecía con esta despedida: “Viva la Virgen y el plato de garbanzos ( o fréjoles) pal pobre ciego”. Cuando las alforjas o los sacos que llevaban en la caballería estaban llenos de contenido, regresaba a casa.
El aspecto desaliñado de los pobres y a veces su mal carácter hacían de ellos personajes extraños para los rapaces más pequeños. Si a esto añadimos que las madres en muchas ocasiones, para conseguir su obediencia, les metían el miedo en el cuerpo atemorizándolos ( “mira que viene el pobre y te meterá en el saco” ), no es de extrañar que nada más ver un pobre, la gente menuda huyera como alma que lleva el diablo.